Situada en
la región de San Isidro, Buenos Aires, su capilla del parque privado “Los
Cipreses” es un resultado de todo lo aprendido en el oficio de construir y una
experiencia de integración, pues cada detalle fue cuidadosamente estudiado
por el artista.
En sus vitrales Carlos Páez Vilaró plasmó un jardín donde
pájaros, insectos, peces y corales pasan a fundirse bajo una constelación
hirviente de estrellas fugaces, cometas, planetas, soles y lunas. Las aberturas
están lejos del concepto del ventanal clásico y el piso fue pensado como una
“alfombra-jardín” de cemento lustrado, donde la simplicidad del dibujo nace en
flor y culmina en sol.
El artista
quiso que la corteza de la capilla insinuara un nido de hornero y que los
materiales fueran los más simples, desprovistos de la ostentación y el lujo.
Considerándose
un pintor de la vida, le resultó difícil crear un templo para la muerte. Hacer
una capilla era algo más que levantar una casa, modelar una escultura o pintar
un cuadro. La obra nació de la forma de dos manos apretando una oración,
abierta a todas las religiones, las razas, los idiomas, con sus torreones
encuadrados por el paisaje y sus cúpulas acariciando el cielo.
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