El 24 de abril de 1915 ejecutaron a 254 intelectuales
armenios, clérigos, médicos, literatos, científicos fueron colgados en las
plazas públicas como simbolismo de lo que se vendría: un millón quinientos mil
más dejarían sus vidas bajo la daga, el balazo, morirían de hambre o de sed. La
periodista Lala Toutonian cuenta la historia de sus abuelos que llegaron a la
Argentina huyendo de la masacre para empezar una nueva vida.
Contaba mi abuela Nazlé, la paterna, que no sintió el balazo
en su brazo. Estaba fuertemente aferrada a su hermano menor cuando notó una
sangre marrón, espesa, bañando su mano y la de su hermanito. Mientras relataba
esto, mostraba su cicatriz, con el ceño fruncido, la mirada grave, la voz
firme. Se quebraba cuando el relato llegaba a la parte en que los turcos la
habían subido a una carreta junto a su madre y el resto de sus hermanos para
tirarlos –literalmente tirarlos- en el desierto. Pero un vecino turco la
rescató alegando que se casaría con esa niña de doce años y que cuidaría de sus
hermanos. “Pero a mamá la mataron, los vi hacerlo”. El buen hombre no la
desposó, le salvó la vida. Más tarde se casaría con mi abuelo Garabed, quien
llegaría a Buenos Aires antes que ella, perderían contacto, y él iría cada vez
al puerto hasta que la encontró. Acá nacieron mi padre y mis tías. Pero esa es
otra historia. Una feliz, de amor.
Contaba mi abuelo Vartevar, el materno, que mataron frente a
sus ojos –unos turquesas, brillantes hasta el último de sus días a los 99
años-, a su esposa y a su bebé. Que él sobrevivió en el desierto escondiéndose
bajo la arena cuando pasaban arrasando los turcos, bebiendo del orín de una
mula moribunda, que sus compañeros en la marcha de la muerte caían como hojas
secas. Seguía la historia hasta llegar al turco que lo refugia y lo hace pasar
por su jardinero hasta que recuperó fuerzas y retomó el camino a pie hasta
Siria. Luego se casaría con mi abuela María, llegarían a Atenas, nacerían mi
madre y mis tías y se embarcarían a Buenos Aires.
En 1913 comienzan las deportaciones y la primera parte de
las matanzas de la minoría armenia en el Imperio otomano, viejo territorio
armenio ocupado –en ese momento- desde hacía trescientos años, y se
continuarían hasta diez años después. El 24 de abril de 1915 ejecutaron a 254
intelectuales armenios. Clérigos, médicos, literatos, científicos fueron
colgados en las plazas públicas como simbolismo de lo que se vendría: un millón
quinientos mil más dejarían sus vidas bajo la daga, el balazo, morirían de hambre,
de sed; los muertos se amontonarían en los ríos causando el desvío natural de
su curso, las madres se abrazarían a sus hijos enfermos para contagiarse y
morir juntos.
¿Por qué? Porque eran cristianos (se perdonaba la vida al
armenio que se hiciera al Islam), porque eran grandes comerciantes (y se veían
amedrentados frente al usufructo), porque sí. Turquía dice que no, que fue una
guerra, que hubo bajas de ambos lados. Pero los testimonios, las fotos, los
relatos de los pocos sobrevivientes hoy cien años después, las declaraciones de
los arrepentidos, las filmaciones de los alemanes que participaron colaborando
con el Imperio otomano, los testigos involuntarios (diplomáticos allí apostados
en esos tiempos), dan fe de la crueldad y la barbarie vividas.
Hoy el mundo tiene los ojos sobre el Genocidio armenio.
Porque fue espantoso, porque no tenía que ocurrir, porque no se entiende ese
ensañamiento, porque de haberse evitado otras barbaries no hubieran ocurrido
(la Shoá, Ruanda, Ucrania, Camboya, un largo y triste etcétera); tipos como
Stalin, Pol Pot, Mao Tsé Tung, Hitler, no hubieran tenido un lugar en la
Historia.
Hoy el mundo turco sabe la verdad de lo ocurrido y mientras
el Estado, siempre el Estado, lo niega, el pueblo -¡siempre el pueblo!- se
solidariza. Intelectuales turcos de la talla de un Nobel de Literatura como
Orhan Pamuk, el historiador Taner Akçam, la escritora Elif Shafak, se han
pronunciado al respecto y han sido acusados de traición por su propio gobierno.
La ciudadanía turca tomó las calles de Estambul el 20 de enero de 2007
reclamando por el asesinato de Hrant Dink ocurrido un día antes. Dink fue un
periodista turco de origen armenio, graduado en Zoología y Filosofía, jefe de
redacción del periódico Agos, una publicación que siempre pretendió establecer
un puente entre turcos y armenios. Clamaba a los armenios diaspóricos a
terminar con su odio con el turquismo, pretendía recurrir la sentencia del
negacionismo ante el Tribunal Supremo turco y a la Corte Europea de DDHH,
escribía febrilmente ensayos sobre la causa hasta que un joven fundamentalista
de diecisiete años lo baleó en la puerta del diario.
Estas son las consecuencias de un Genocidio: odios,
rencores, dolores, resentimientos, nacionalismos exacerbados, chauvinismos
baratos, y todo horriblemente sustentado. También el afán de mantener viva una
cultura, una lengua, una religión, una memoria que se quiso tapar, matar,
silenciar.
Porque cada una de las imágenes expuestas, cada niño
moribundo, cada mujer violada, cada abuelo tatuado, cada hombre degollado, nos
recuerda que tenemos porqué vivir.
Porque falta una palabra en la historia del Genocidio
armenio: justicia.
Por: Lala Toutonian
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